viernes, 28 de noviembre de 2008


Pero éste, éste era un llanto intermitente. Subía, bajaba, volvía a subir a velocidades que quitan el hipo, bajaba de nuevo… Y, bueno, que le devolvieran el billete de aquella atracción, que le había entumecido los brazos y la había llenado de moratones, contusiones y cortes interiores. El problema era que no había dónde pedir reclamaciones.
El médico… El médico no fue peor que la montaña, ¿o quizás sí? Le aconsejó que fuera a la playa y que se metiera en el agua a plena luz de la noche (no del día), que poco a poco, hundiendo así los pies con la arena, llegara hasta el momento donde la sal bañara las heridas. Éstas, supuraban, emitían débiles quejidos, se debatían entre el dolor y la incertidumbre. El sodio quemaba, y quemaba de veras. Casi habría preferido quedarse hecha polvo antes que quemarse viva. A lo mejor así no había opción que volver a caer por la montaña, a lo mejor, las cenizas, cuando llegaran al suelo, se estrellaban en un sonido sordo y nada más. Nada más.

De todas formas, prefirió que la marea no la bañara.

martes, 25 de noviembre de 2008

Principios de año


Ese aire derrotista no era nada más que resultado de la conglomeración de frutos de incomprensiones que se acumulaban en su lista de faenas del día a día. En verdad, por una parte le daba un carácter muy dramatizado y trágico, quién diría que tan sólo contaba con pocos años de edad; por otra parte, serían puros desasosiegos de la misma, o simples cambios de estado que vienen y se van.
A veces luchaba contra ello, les plantaba cara y les hacía frente. Asimismo, otras, se recogía entre sábanas, meciéndose en un arrullo constante que le daba dosis somníferas como antídoto de la enfermedad.



“¿Es absurdo huir de esta forma?”-se preguntaba. Seguramente sí, como el resto de cosas que la gente le criticaba. Sentirse especial a veces era reconfortable, y en eso se refugiaba. Y cuánta razón tenía quien dijo que era peor la cura que la enfermedad, pues ésta la hundía como pozos de sal que caen en la nieve.
La llegada de luz providencial parecía a la vuelta de la esquina. Y entonces, hizo acto de presencia.


No fue como en las películas ni demás largometrajes, la música no sonó en el momento de fusión de carnes y contacto de cuerpos.



La sábana te cubría a medias, y una bocanada de aire fresco recorría la tersura de tu garganta, proveniente de suspiros desamparados de mi aliento. Pero te revuelves, y, oh, vamos, hemos jugado a ese juego tantas veces, que ahora no te puede negar ni a ti mismo el deseo de corroborar en algo ya pactado por la naturaleza. Las briznas de tus brazos me recorren con ávida sed de más y en burbujas de vehemencia te empapo las mejillas. ¿Ni siquiera es suficiente? Bueno, no tendremos la eternidad por delante, pero siempre nos quedará una permanencia con derroches de tiempos amargados.



Esa camino de alienación era, sin duda, el mejor de todos.


lunes, 24 de noviembre de 2008

Yo no soy desastrosa, mi vida lo es por mí


Tanto ella, como su tersura marmórea clasicista, la convirtieron en algo más que un simple retal de armonía retractada del resto de la sociedad. Pero todo se volvió difuso y la niebla de Monet en óleo sobre tela cobró viveza y sobriedad en su diminuta existencia. El queroseno se adhirió a sus pupilas y la sangre se detuvo un instante por puro capricho. Las salidas se vieron obstruidas, la corriente de azufre tiñó su piel y le devolvió pequeños toques de luz química.
No, el mundo no se paró, no redujo la velocidad de su trayectoria. Los coches siguieron arrojando agua estancada, las palomitas del microondas siguieron saltando como chispitas de refulgentes y llameantes borrones de luces reprimidos por la mampara de cristal, el fuego de la chimenea chisporroteaba sin cesar, y los copos flagelados por escarchas de metal, siguieron arroyándose por el frío e impávido ventanal.
Repitiéndose cada paso con una monotonía ya asida a sus zapatos, siempre escuchando todo y nunca hablando.
Y las conversaciones en los cafés, donde las artimañas cobran vida en palabras aguadas mezcladas con la sacarina y el té. Quizás digan que siempre quedan ocultas aquellas joyas preciadas del diálogo, pero a ella, siempre, siempre, le pasan inadvertidas. Desaparecen, se extinguen, se pierden con el aire y el humo. Qué queda entonces, nada más que la locura.
Una locura casi inexistente para el resto de los mortales, que convierte su vida en una obra romántica que se mantiene en el siglo XXI. Ya no siente la lluvia que azota su pelo y mejillas, ya no percibe el aroma de hierba recién mojada. Ha sido privada de sus sentidos, las paranoias no le dejan ver más allá, y sólo alcanza a ver el desastre de su vida, que forma cúmulos enmarañados.