viernes, 28 de noviembre de 2008


Pero éste, éste era un llanto intermitente. Subía, bajaba, volvía a subir a velocidades que quitan el hipo, bajaba de nuevo… Y, bueno, que le devolvieran el billete de aquella atracción, que le había entumecido los brazos y la había llenado de moratones, contusiones y cortes interiores. El problema era que no había dónde pedir reclamaciones.
El médico… El médico no fue peor que la montaña, ¿o quizás sí? Le aconsejó que fuera a la playa y que se metiera en el agua a plena luz de la noche (no del día), que poco a poco, hundiendo así los pies con la arena, llegara hasta el momento donde la sal bañara las heridas. Éstas, supuraban, emitían débiles quejidos, se debatían entre el dolor y la incertidumbre. El sodio quemaba, y quemaba de veras. Casi habría preferido quedarse hecha polvo antes que quemarse viva. A lo mejor así no había opción que volver a caer por la montaña, a lo mejor, las cenizas, cuando llegaran al suelo, se estrellaban en un sonido sordo y nada más. Nada más.

De todas formas, prefirió que la marea no la bañara.

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