Pero éste, éste era un llanto intermitente. Subía, bajaba, volvía a subir a velocidades que quitan el hipo, bajaba de nuevo… Y, bueno, que le devolvieran el billete de aquella atracción, que le había entumecido los brazos y la había llenado de moratones, contusiones y cortes interiores. El problema era que no había dónde pedir reclamaciones.
El médico… El médico no fue peor que la montaña, ¿o quizás sí? Le aconsejó que fuera a la playa y que se metiera en el agua a plena luz de la noche (no del día), que poco a poco, hundiendo así los pies con la arena, llegara hasta el momento donde la sal bañara las heridas. Éstas, supuraban, emitían débiles quejidos, se debatían entre el dolor y la incertidumbre. El sodio quemaba, y quemaba de veras. Casi habría preferido quedarse hecha polvo antes que quemarse viva. A lo mejor así no había opción que volver a caer por la montaña, a lo mejor, las cenizas, cuando llegaran al suelo, se estrellaban en un sonido sordo y nada más. Nada más.
De todas formas, prefirió que la marea no la bañara.
El médico… El médico no fue peor que la montaña, ¿o quizás sí? Le aconsejó que fuera a la playa y que se metiera en el agua a plena luz de la noche (no del día), que poco a poco, hundiendo así los pies con la arena, llegara hasta el momento donde la sal bañara las heridas. Éstas, supuraban, emitían débiles quejidos, se debatían entre el dolor y la incertidumbre. El sodio quemaba, y quemaba de veras. Casi habría preferido quedarse hecha polvo antes que quemarse viva. A lo mejor así no había opción que volver a caer por la montaña, a lo mejor, las cenizas, cuando llegaran al suelo, se estrellaban en un sonido sordo y nada más. Nada más.
De todas formas, prefirió que la marea no la bañara.
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