sábado, 13 de diciembre de 2008

Eyes on fire


Frío. Quemaba hasta hacer resentir la piel, como cien cristalitos que se incrustan debajo de la uña, igual que el puñal que se desvive por alcanzar tu vena aorta con tal de que no dejes de sangrar. Su contacto con el labio era peor si cabía imaginar, provocaba heridas y costras a larga duración, resquebrajaba cada grieta que ya estaba hecha por la saliva y la humedad, seguía siendo casi más provocador que estar en una piscina de sal intentando encontrar el grano de azúcar que se esconde entre los demás.
Silencio. Bajaba por la laringe hasta perderse en el fondo de algo que debiera estar lleno y donde no había más que sujetos omitidos y narradores omniscientes de una historia que jamás tuvo que ser contada. Y esa horrible sensación, donde incluso las notas de metal dicen más incluso que tus propios belfos de algodón empapado en alcohol.
El botón de salvaguardar estaba presionado desde hace milenios, y seguía allí, pues nadie cercano tenía los dedos con las fuerzas necesarias para quitarlo de esa posición. Pero lo duro era que no había nada que mereciera la pena guardar, pues consumirse en falsos deseos era perder el tiempo para acabar estrellándote estrepitosamente contra su superficie. Intentaría mantenerlo dentro, pero quema demasiado, me carboniza el intentar poder representar un papel sin el guión escrito.



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