Compré un tarro de mermelada rellena de naranja amarga. Ni siquiera me gustaba, no tenía ni un ápice de apetito; pero, a pesar de todo, la compré.
Quería escabullirme de lo dulce, de aquella masa pegajosa de praliné con trocitos de almendra bañado en “chocolat” negro, de aquella manteca de cacao que sobrepasaba el límite hipocalórico que podía ingerir en lo que llevaba de día.
He invertido demasiado tiempo en amarme a mí misma, y tengo que ergonomizarme en facturas amorosas plausibles para el corazón; necesito adaptarme a toda esta contaminación que taladra el intento de respirar, a bocanadas diminutas y contando el flujo de componentes de la nomenclatura química, para que no me dé un ataque por no saber en qué terreno me meto.
Una vez he deglutido unas quince cucharadas, ya no hay amargor ni acritud, tan sólo queda la añoranza a los bombones de caja roja, concretamente al blanco, el que más engorda y el que no se trata estrictamente de chocolate. Pero es tan dulce, que en todos los sentidos me recuerda a ti.