A los pocos días de haberse mudado a mi austera morada Irina ya comenzó a planear un viaje por Francia.
-Qué sería de nosotros si nos morimos sin conocer mundo y sin salir de estas cuatro paredes. Dime, Dmitry, qué sería de nosotros si nos ahogásemos entre las fronteras del Volga.
Y mientras yo, enfrascado entre volúmenes sobre el pensamiento humano, y mientras ella, hablándome sobre el Maison Carrée o no sé qué historias. Asintiendo, una y otra vez, como cortando el aire con la coronilla y como si éste pesase tanto que hubiese que repetir el proceso en repetidas ocasiones.
-Me pesa que te muestres tan alienado en todos tus pacientes, cariño. Aquí podemos seguir fingiendo que nada de esto nos afecta, pero a veces pienso que cuando me besas todavía tienes en la mente toda esa terminología barata de la psicología –continuaba ella, acicalándome con cuidado un mechón de pelo que cruzaba mi frente-. Mañana mismo podríamos marcharnos si quisiéramos. ¿Qué nos lo impide? Me gustaría saberlo, porque quizás sí haya algo que nos ata a estas tierras y yo todavía no me haya percatado.
La miré con suspicacia, sopesando la respuesta para no herirla y que no encharcara todos mis papeles.
-No romper el hilo de la cotidianidad, querida –tercié.
Ella abrió la boca para decir algo, pero pareció que de repente cayera en la cuenta de que no había palabras adecuadas o que las que tenía en mente no eran suficientes, por los que se las tragó a regañadientes. Quizás fueran impresiones mías, pero me pareció que una delgada línea de lágrimas le asomaba por el lagrimal. No tuve tiempo para deducirlo. Se marchó dando un fuerte portazo.
Continuó insistiéndome sobre nuevos viajes las semanas siguientes, pero yo continuaba negándome. Seguíamos haciendo el amor todas las noches, aunque mi cuerpo extenuado por las horas de trabajo se dejaba llevar como un navío a la deriva, intentando aguantar las duras embestidas del cuerpo de Irina. A medida que el tiempo pasaba, nuestras pupilas se vaciaban poco a poco. Nuestros cuerpos se fueron amoldando al del otro como por arte de magia, el olor de su pelo se confundió con mi aliento a nicotina, y ya ni siquiera sabíamos si al tocarnos era piel extranjera o la propia. La llegué a encontrar tan mía que ni me importaba no hablarle, porque habría sonado tan demente como hablar con uno mismo.
Y así fue como ocurrió. Con el paso de los días nos sumimos en un silencio ensordecedor. Un silencio mecánico, rutinario y deslavazado, de los que no permiten ni un jadeo de excitación.
____________________________________________
Se oyen campanadas de fondo que anuncian una despedida, pero a mí no me salen los adioses y te susurro unas palabras de bienvenida. Entonces casi llega la última. La última de las doce, marcadas por el día y mes de mi cumpleaños, y te siento mío de la misma forma que siento al mundo bajo mis pies. No hay tiempo en tus viejas pupilas, ni temblor por miedo en mis manos. Te repito un adiós helado como el invierno, añorando todo lo pasado pero sin miedo ante lo desconocido.