Esperar. Una imperecedera y larga espera de la que jamás llegamos a cansarnos porque uno tiene muy claro quién es la que realmente espera a la vuelta de la esquina. Ella no tiene prisa. Se lo toma con calma, y lo que para nosotros son días y años transcurridos, para ella no es más que una cuenta atrás con la presencia del cero. Empero, nos pasamos la vida esperando.
“Algún día regresará”. Y nunca regresa.
Descorazonamos al tiempo para que éste no termine por deshojarnos a nosotros. Y en esa sempiterna expectación se nos descuelgan las lágrimas para regar a los segundos, rezando para que no se nos mueran en las retinas, tan áridas como yermas. Porque llorar, llorar llora todo el mundo. Hasta los sauces lo hacen.
Correr como descosidos, de un lugar a otro, con la sensación de que llegamos tarde a alguna parte, como si realmente alguien te esperara (ella lo hace). Todos ofuscados ante la posibilidad de retrasarnos a la meta, y estando tan cegados que no comprendemos que si todo el mundo busca, (no) hay nadie que espera.
Todos esperando tanto tiempo, que al final nada llega. Y lo que llega se va con tanta facilidad como ha venido, por lo que nos quedamos con el regusto amargo de su fugacidad.
“El tiempo es oro”, así como “la paciencia es la madre de la ciencia y de las virtudes”. Pero tanta paciencia y tanto tiempo, tanta seguridad de controlar a los segundos que al final nos perdemos con todas esas medidas horarias, los cronómetros, los relojes suizos, los meridianos, los paralelos… Porque lo que realmente nos cuesta aceptar es que el tiempo ni siquiera existe para nosotros. En su lugar hay una espesa y densa atención desmesurada por “el qué pasará”, para terminar dándonos cuenta de que no pasa nada, quedándonos tranquilos al fin, ya que la incertidumbre siempre ha sonado mal en boca de cualquiera.