viernes, 30 de septiembre de 2011

Sin manos para decir nunca


Quizás llegue un día de estos en los que el cielo se cansa de ser claro, coja el abrigo del perchero y me marche por el camino de al lado de casa que parece no tener principio ni fin. Y quizás mientras camine sin mirar atrás, y los chopos (temblones) se rindan ante el joven viento de otoño, caiga en la cuenta de lo inútil que es alejarse. De lo absurdo de una huida anónima, cuando no dejas nada atrás más que una casa con un siamés que maúlla todas las noches y algunas cartas sin enviar. Y tal vez recurra a una mirada inocente y perdida, como si se me hubiera olvidado coger el monedero para ir a comprar. Y es que por muchos aeropuertos que pise, por muchos pasos de cebra que cruce o por muchas noches que intente perder el sentido con el alcohol, el siamés continuará maullando cuando la vinosa luna se eleve y las cartas permanecerán en ese pequeño cajón de madera de pino, atestadas de polvo y sin sellos en los sobres.

jueves, 8 de septiembre de 2011

(infructuosos intentos del Concierto de Brandenburgo)


La abuela nunca había entendido las aficiones del resto de personas. Recuerdo que en el edificio de enfrente había un joven que se pasaba tardes enteras intentando tocar la trompeta, emitiendo sonidos estridentes a causa de su falta de experiencia. Andrew Fritz, pues así se llamaba, venía de una familia americana que poseía numerosas propiedades en Virginia, gracias a un próspero negocio de muebles que el bisabuelo de Andrew había establecido en su juventud. Sin embargo, Andrew resultó ser un joven poco convencional para su entorno, y siguiendo los ideales que algunos libros europeos le habían incitado a adoptar, se marchó a París en busca de una vida bohemia, alejado del consumismo americano. El caso es que se emperró en aprender a tocar la trompeta partiendo de piezas complicadas sin tener previos conocimientos en la materia, empeñado en que algún día lo conseguiría a base de un estricto horario. Así pues, desde las tres de la tarde hasta las siete de la noche, siempre se escuchaba un infructuoso intento del Concierto de Brandenburgo.

-No desearía otra cosa en el mundo que se le cayesen los dedos en trozos y que los labios se le quedasen atrancados en esa trompeta del diablo –solía comentar la abuela, recostada en su viejo sillón de ante con estampado floral y ganchillo en los bordes.

Yo, empero, admiraba el tesón con el que Andrew continuaba intentándolo sin inmutarse, tarde tras tarde, como esperando que un día, por casualidad, sus pulmones y sus dedos se amoldasen a los requisitos del instrumento, y ejecutasen la pieza con la misma naturalidad con la que uno se rasca cuando le pica alguna parte del cuerpo. Pero ese día jamás llegó, y dio la casualidad de que años más tarde me lo encontré en el metro de París, con un cartón mojado en el que podía leerse a duras penas que necesitaba dinero para comer. Lamenté mucho lo suyo, de veras que sí. Hizo que me diese cuenta de que no todos los sueños pueden lograrse por mucho que se persigan.


Aquí va otro fragmento de "Corazones con Alzheimer". En principio no tengo previsto publicarla por completo, sino sólo pequeños trozos de la misma. Éste en concreto tiene algo de autobiográfico: al lado de mi casa también hay un "Andrew Fritz". Quién sabe si me decidiré por enviarla a las editoriales algún día. De momento me conformo con vuestras alentadoras opiniones, que son más que suficientes :) La semana que viene comienzo la universidad, así que no sé si podré actualizar con tanta frecuencia. ¡Pasad un bonito septiembre!