lunes, 26 de marzo de 2012

De Hans, para Therese






La húmeda y temprana lluvia empapa nuestros labios como los del joven Elis fueron bañados con el agua del roquedal. El repiquetear de las campanas y el tenue vendaval enternece nuestro aliento, cansado de provenir de unos pulmones calcinados. Junto a la abundante hiedra del desnudo árbol, un elegante cuervo grazna sobre el ángel de mármol. Y el musgo, que todo lo enferma y embellece a su paso, también cubre nuestros párpados y nuestra lengua; nos impide pronunciar nuestros nombres, porque de nada sirven esos vocablos sin epitafio que los acompañe. Es imposible no sucumbir al retumbante silencio alojado en este mausoleo abierto, del mismo modo que no podemos cerrar los dedos sin que las falanges nos crujan como goznes bajo nuestra entumecida y mortecina piel. Las corintias columnas que enmarcan esa sepultura no consiguen ocultar la enfermiza soledad de una carne ya inexistente. Ni siquiera el plomizo cielo que se cierne sobre este viejo cementerio sabe reflejar muy bien de qué viven los muertos.


Acabo de regresar de un bonito viaje a Múnich, donde el Alter Südlicher Friedhof (antiguo cementerio del sur) me ha brindado inspiración suficiente como para escribir líneas y líneas sobre esta ciudad tan encantadora. Las postales de la primera fotografía las compré en un establecimiento donde vendían correspondencia escrita por otras personas. Una de ellas va dedicada a una tal Therese, de un tal Hans desde Augsburg. La de historias que se habrá montado mi mente con esa pareja, los cuales quizás ya habrán fallecido.

Recomendaciones de la semana:

  • Libro: La muerte en Venecia, de Thomas Mann.
  • Película: The reader, de Stephen Daldry.
  • Música: Matty Groves, de Fairport Convention.


martes, 6 de marzo de 2012

O, wie lange bist, Elis, du verstorben




Yo sé que no había fantasmas en aquella casa. O si los había, es que quizás eran reflejos de un olvido ya absuelto de todo pecado. Aquella incertidumbre descosida de si alguien languidecía sobre las sábanas celestes o si nos desnudábamos sobre el felpudo de la entrada. Y andar desnudos por si por alguna de aquellas la muerte nos asaltaba mientras cruzábamos el umbral de la puerta. Todo era tan leve en aquella casa, que gritar habría parecido descortés. Quizás no estábamos marchitos o derrengados, pero la sangre ya comenzaba a palpitar con menos fuerza, como con miedo a reventar los vasos que las contenían. Y afuera, mientras, los coches con bocinas, los rostros sin facciones y la gris ciudad que respiraba con la dificultad de un gran gigante con pies de cemento. Había una artificial búsqueda de encontrarnos a nosotros mismos entre aquel maremágnum de olas de fuerza imperturbable. Salir al rellano habría sido como andar sobre guijarros de plata, observar el rosicler cielo de mañana habría resultado tan cruel y fatídico como poner un hierro incandescente sobre las pupilas. Pero la promesa de una sonrisa espontánea siempre aguarda latente en los rincones del pasillo que, yo no sé si estarán llenos de fantasmas, pero son como nidos de cuervo.


Recomendaciones de la semana:

  • Literatura: Georg Trakl.
  • Música: Johnny Flynn.
  • Película: Good Bye, Lenin!, de Wolfgang Becker.