Así que pensaba que, si se iba a
dormir, la pena mermaría y el sol de mañana sanaría las heridas de las noches
de llanto. Porque solo era piel pegada sobre huesos, piel que rezumaba sudor y
horas de insomnio. Pero los párpados eran tan pesados que no llegaban a
abrazarse entre ellos, sino que había un duelo de pestañas sin claro ganador.
Quería que la encontrasen, pero ni ella misma sabía dónde estaba, así que puso
en marcha el motor para hallarse en algún sitio. Y los postes de luz ahora eran
gigantes de hierro que pasaban tras el cristal frío. La radio cambiaba de
emisora sin que ella se lo pidiese, pero apenas le quedaban fuerzas para
agarrar el volante con las dos manos. Había miedo en su coraje, porque sabía
que nunca llegaría a cruzar aquella frontera sin delimitar.