Me
asomé por el balcón, con cuidado de no acabar con los pies manchados por la
ceniza esparcida sobre las baldosas. Cedí ante el peso de mi cuerpo, clavándome
la barandilla y quedándome sin más respiración que la de unos pulmones que
fumaban demasiado. Observé, no sin cierto recelo, cómo toda aquella gente
caminaba sin detenerse.
Hacía
tiempo que había dejado de cocinar, pero el olor a col hervida todavía se me
pegaba a la camisa. Lejos de sentir agobio o incomodidad, albergaba la duda
inexacta de si aquel era mi cuerpo y aquellas eran realmente mis manos. Palmas
resbaladizas y secas por el viento de poniente. De si aquello que se extendía
ante mis ojos era una ciudad que yo misma soñaba o si era la propia ciudad la
que a mí me imaginaba, como parte de una obra inacabada e imperfecta. Porque,
de alguna manera u otra, me había terminado perdiendo. Había desparramado
trozos de mí en aquella ciudad, o tal vez me los habían arrancado.
Entonces
me acordé de aquella otra lejana ciudad donde las palabras salen acompañadas de
vaho, donde los pájaros duermen de día y los balcones se escarchan con la
primera luz del alba. Y me di cuenta de que estaba lejos, tan lejos que ni
siquiera sabía en cuántos trenes tenía que subirme ni cuántas horas de trayecto
habrían de pasar. Tan lejos que dolía más que la barandilla bajo las costillas,
por lo que dejé de respirar.