jueves, 20 de junio de 2013

Cuando la tierra se vuelve extranjera





Me asomé por el balcón, con cuidado de no acabar con los pies manchados por la ceniza esparcida sobre las baldosas. Cedí ante el peso de mi cuerpo, clavándome la barandilla y quedándome sin más respiración que la de unos pulmones que fumaban demasiado. Observé, no sin cierto recelo, cómo toda aquella gente caminaba sin detenerse.
Hacía tiempo que había dejado de cocinar, pero el olor a col hervida todavía se me pegaba a la camisa. Lejos de sentir agobio o incomodidad, albergaba la duda inexacta de si aquel era mi cuerpo y aquellas eran realmente mis manos. Palmas resbaladizas y secas por el viento de poniente. De si aquello que se extendía ante mis ojos era una ciudad que yo misma soñaba o si era la propia ciudad la que a mí me imaginaba, como parte de una obra inacabada e imperfecta. Porque, de alguna manera u otra, me había terminado perdiendo. Había desparramado trozos de mí en aquella ciudad, o tal vez me los habían arrancado.
Entonces me acordé de aquella otra lejana ciudad donde las palabras salen acompañadas de vaho, donde los pájaros duermen de día y los balcones se escarchan con la primera luz del alba. Y me di cuenta de que estaba lejos, tan lejos que ni siquiera sabía en cuántos trenes tenía que subirme ni cuántas horas de trayecto habrían de pasar. Tan lejos que dolía más que la barandilla bajo las costillas, por lo que dejé de respirar.