Habitaba
piel manchada. Enclaustramiento de biblioteca y años inservibles. Temí que no
lograse soplar las velas como es debido, porque era una de esas chicas a quienes
no les queda aire en los pulmones.
Sus
henchidos carrillos parecían a punto de explotar, como un pequeño globo con
demasiado aire en su interior. Sus labios apenas eran una línea torcida, “un
renglón mal trazado”, tal y como solía decir su propia abuela. Los apretaba con
tanta fuerza que solían desaparecer. Los chicos que la habían besado afirmaban
que su saliva sabía amarga como las pepitas de manzana. Quizás se debiese al
hecho de que no era de palabras dulces.
Le
gustaba subir cuestas, pero odiaba
bajarlas. A veces caminaba sin descanso hasta la cima más alta. Era de piernas
enclenques, pero resistencia de acero. Durante el ascenso sorteaba las rocas
con la gracilidad de una cabra montesa, pero cuando tenía que volver sobre sus
pasos, se tropezaba con frecuencia.
En
su última excursión los árboles ya comenzaban a desnudarse y las copas se teñían
paulatinamente del color del azafrán. Y bajo alguno de aquellos árboles había
hierba mojada, briznas regadas por el llanto, barro húmedo que se negaba a
endurecer.