Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra, sufriendo y gozando en su carne el ir y venir de lejanas, muy lejanas mareas;
Y
es precisamente allí, en la orilla húmeda, con los pies hundidos en el fango,
la piel aterida de frío y los sentidos amordazados por el cambio de estación,
donde escucha croar el envejecimiento de su propio cuerpo. Ya no son sus manos
las que ayer sostuvieron las de aquel que le robaba el sueño. Se le agrietan las cutículas, se le doblegan
las falanges como alambres maleables, se tiñe el cabello de sus sienes de un
gris lápida. Quizás sean esas manos desgastadas, abrumadas por el decaer de un
ser vivo, las que escribirán las últimas líneas de su propia elegía. Porque las
lamentaciones hacia terceros siempre sonaron insulsas y falsas. No hay nadie
que lamente más la muerte que el propio fallecido. En el paso angosto del
bosque, observa los guijarros del camino y los maldice en silencio. Quién fuera piedra, impertérrita y ajena al inexorable
paso del tiempo.