La ciudad, macilenta e infectada,
no era más que un reflejo de aquella pesadilla que se materializaba
constantemente, que se negaba a desvanecerse. Y había un llanto mudo, perpetrado
por unos ojos que no se atrevían a humedecerse, por unos labios que,
indiferentes al dolor ajeno, cometían la insensatez de entreabrirse en momentos
en los que el silencio quería llevar la voz cantante. Ella sabía que no y, no
obstante, allí estaba la convicción de que quizás sí. Ese ínfimo margen de duda
se expandía hasta abarcarlo todo, influyendo de manera irreversible todas y
cada una de las decisiones que tomaba. Así, la posibilidad acabó asesinando lo
que una convicción amarga podría haber salvado.