viernes, 7 de noviembre de 2014

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Comprendió que él, o acaso el recuerdo que de él conservaba, ya no era más que un punto casi insignificante, empequeñecido por el espacio que entre sus cuerpos se había erigido; un punto que podía o no existir, porque, a fin de cuentas, poco importaba ya. Y aquel muro de cemento, aun habiendo supuestamente sucumbido a la presión ejercida desde uno de los lados, desde aquel otro mundo paralelo e irreal, se mantenía allí, más opaco que nunca, inamovible e inquebrantable. Pero ella, como observadora terca a la que le cuesta cerrar los ojos para siquiera parpadear, como una niña todavía curiosa que prefiere ver el dolor a tener que imaginárselo con su mente (acotada, seca, erial donde pocos sueños podían crecer), contempla desde la torre aquel telón de acero y piensa que todo está tan inerte, tan gris y vacío, que es imposible que algo emita algún tipo de sonido al colisionar. En cierto modo se alegra de ver esa línea que delimita, que separa, que traza, que diferencia. Qué es aquí y qué allá. Porque hay una lamentable tendencia a olvidarse de que, para ser realmente libres, a veces es necesario delinear fronteras, gigantes monocromáticos que nos impiden caer al abismo que acecha al otro lado.