lunes, 16 de octubre de 2017

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Vi que las hojas bailaban a ritmo pausado, con miedo de abandonar la rama conocida, con inseguridad al besar, finalmente, el frío y mojado asfalto. Tú te quedaste quieto antes de cruzar, como si allí mismo algo te hubiese atravesado de punta a punta, como si hubieses avistado algo que todo lo cambiaba. Por pura inercia –o tal vez curiosidad– seguí el hilo de tu mirada y, entonces, la vi. Poseía una belleza de las incuestionables, aquella que puede permitirse el lujo de escaparse de los límites impuestos por la subjetividad. De manos a boca supe que no era bella para x. Era bella, sin más. Me fue imposible no recurrir al pensamiento que todo lo calma: la belleza caduca. La piel se pliega, los cabellos se apagan y la figura se encoge. Algún día ella pasaría de ser un brote tierno de primavera a una hoja seca de otoño. Recordé entonces todas aquellas cartas que yo te había escrito, todos aquellos renglones torcidos y de caligrafía imperfecta. Me asoló la angustia y recé para que conservases todos aquellos escritos, para que guardases aquellas palabras inmarcesibles, aquella voz que no cambiaría de tono y que nunca tenía por qué silenciarse.

domingo, 13 de agosto de 2017

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Hoy las nubes volvieron a adoptar la forma que a papá tanto le llamaba la atención: esponjosas, finitas y sombreadas. Hoy volví a contemplar las copas de los árboles con el mismo asombro que hace seis años. Vi descender el sol desde el vagón del tren, contando los postes de electricidad y no los minutos que faltaban para verte. Creí encontrar una historia digna de ser contada en los rostros inertes y hopperianos tras el cristal. Y, al finalizar el trayecto, cuando la luz había mermado lo suficiente como para no discernir los letreros de aquellos locales en pueblos con estación fantasma, me pareció que el viaje se repetiría infinitas veces, que nunca dejaría de apearme con la certeza de que aquella ciudad me recibía de nuevo.